¿Dónde se sitúan los psicoanalistas con respecto a lo que se puede decir de estas “dos clases”, como Lacan las designa en 1967, estas dos clases que constituyen los hombres y las mujeres, estas dos clases cuyas representaciones y relaciones realmente cambiaron durante las últimas décadas?
Se sabe que uno de los aspectos fuertes del cuestionamiento contemporáneo se organizó en torno al pensamiento de Judith Butler. Es necesario tomar el tiempo de continuar de manera precisa las articulaciones de Butler, pero también la difusión de sus tesis y la forma a menudo controvertida con que se le respondió. Y, finalmente, no se debe excluir de nuestro cuestionamiento la consideración de lo que está sucediendo hoy en la realidad de las relaciones entre hombres y mujeres. Los dos planos, – el plano teórico y el plan práctico- no proceden uno del otro, pero tampoco no están vinculados.
Está claro que, como todos los presentes aquí, podré abordar estos puntos de manera parcial. Organizaré, entonces, lo que le diré tratando de responder una sola pregunta que me parece esencial. Ante el conjunto de cambios con los que nos enfrentamos, y sobre todo ante a la multiplicación de puntos de vista complejos que avanzan en todos estos puntos, los psicoanalistas no tendrían que preguntarse si habría una posición que tendrían que mantener en tanto psicoanalistas. Debemos, por supuesto, que tener en cuenta los cambios contemporáneos, y nada nos obliga a tener un enfoque pasado. Pero, ¿no hay todavía, en las preguntas que surgen hoy, algún punto sobre el cual habría que no ceder?
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A menudo se ha entendido, en lo que concierne a Judith Butler, que el concepto de género, que ella no inventó sino que dio una consistencia particular, permite designar las diferencias no biológicas entre las mujeres y los hombres. El punto principal, en lo que concierne a las mujeres y a los hombres, no es situado a partir del sexo anatómico, sino que debemos tener en cuenta lo que podemos llamar su género – género femenino o género masculino – que no sería dado sino construido. Este concepto permitiría no encerrarse en una representación de naturaleza femenina que sería tanto más definitiva si se basara en datos biológicos. Sin duda, este concepto ha sido útil para luchar contra una dominación masculina que pretendía sostenerse de diferencias “naturales”. Notemos también que, en este primer punto, los psicoanalistas deberían estar de acuerdo con las tesis de Butler. “Hombre” y “mujer” no son ciertamente realidades naturales, reducibles a un ser biológico. Judith Butler también destaca: “la interpretación de Lacan según la cual nada es prediscursivo”.
Sin embargo, no podemos detenernos allí. En primer lugar, es necesario indicar, para evitar una simplificación demasiado grande, que para Butler lo que se llama sexo no es más “natural” que el género. Según ella, el discurso también tiene un efecto sobre el sexo, no sobre la realidad anatómica de los órganos sino en lo que es más importante: la sexualidad. ¿Quién lo disputaría? Se verá que el hecho de que Butler no olvide la dimensión de lo sexual puede interesarnos particularmente en este momento.
Pero volvamos a la cuestión del género. El “género” para Butler y los autores en los que se inspira, es de origen social y cultural. Se impone a través de una dimensión performativa, en el sentido de la lingüística, ya que los discursos sobre el hombre y la mujer tienen la capacidad de producir lo que describen. A tener en cuenta, sin embargo, que Butler parece tener dificultades para pensar qué puede ser limitante en esta productividad. ¿Se puede pensar que el discurso sobre el género es totalmente contingente, en el sentido de que podría llevar, según las épocas y los hablantes, a las conclusiones más diversas? Al menos eso es lo que se entendió en los círculos más conservadores, y usaron esa idea para crear el miedo de que aquello a lo que se llama las “teorías de género” no tenían otra fin que el de deconstruir las relaciones tradicionales entre los sexos para lograr una intercambiabilidad total de hombres y mujeres, de sus roles, de sus formas de ser y de hacer.
No seguiremos estas críticas, especialmente porque el psicoanálisis no pretende decir qué es un hombre o qué es una mujer. Es esto lo que dice con cierta fuerza el texto de Lacan que nos recuerda Luigi Burzotta, quien organiza estas jornadas. Si se quiere de los hombres y las mujeres dos clases, diferenciadas de manera definitiva, tal discriminación que sería básicamente una segregación, solo toma un valor para el estado civil o para el consejo de revisión. Cabe señalar que incluso en estos campos donde este valor se considera indiscutible, las cosas cambiaron desde 1967. Ya no hay un consejo de revisión, hay mujeres en el ejército, y desde hace muy poco tiempo la existencia de algunos casos de intersexualidad lleva a la legislatura a reexaminar la obligación, desde el punto de vista del estado civil, de indicar si es sexo masculino o femenino. Pero si leyó el argumento, vio que, para Lacan, al menos, es necesario hacer preguntas en otro nivel.
Lo que dice Lacan es que la pertenencia sea a una u a otra de estas clases ya no es suficiente para definir la relación entre hombres y mujeres. Estos, dice en el texto que cita el argumento, no tienen ninguna evidencia en lo que concierne a a la vida familiar y están bastante revueltos en lo que respecta a la vida secreta. Es interesante a este respecto recibir analizantes hombres o analizantes mujeres cuya madre, por ejemplo, se ha enamorado después de su divorcio de otra mujer. No se debe estar en negación aquí bajo el pretexto de que no hay nada que decir acerca de la elección de género de un partenaire. Cuando las elecciones cambian en el transcurso de la vida, esto afecta inevitablemente a las representaciones conscientes e inconscientes del hombre, de la mujer y de la pareja. Digamos que el sujeto no puede representarse las dos configuraciones como equivalentes.
Ahora es sobre la cuestión de la equivalencia que me gustaría decir algo. El discurso contemporáneo, porque quiere situar en la igualdad desde el punto de vista del derecho, a los individuos sea cual sea su sexo, nos acostumbra, me parece, a desconfiar de cualquier diferenciación implícita o explícita. Esto se sintió bien hace aproximadamente un año, cuando el movimiento de denuncias de acoso sexual, iniciativa en sus comienzos, se encontró en su apogeo. En ese momento fue difícil para los hombres y para las mujeres que sentían que lo que estaba sucediendo era excesivo, para hacer valer un punto de vista diferente. Algunos y otros todavía se atrevieron a hacer la pregunta. ¿Bajo qué condición, por ejemplo, es admisible una iniciativa de seducción? ¿Las relaciones entre dos partenaires deberían ser codificadas – por contrato – para protegerse contra cualquier iniciativa experimentada como acoso? Y aquí es donde algunos y otros constataron la dificultad de hacer entender que existe el riesgo de complicar las cosas en las relaciones entre hombres y mujeres, olvidando que tal vez los unos y los otros no se sitúan de igual manera con respecto al deseo sexual.
Pero cuando se informa una eventual diferencia, ¿sigue siendo audible? Hace unos años, en un simposio abierto a una amplia gama de interesados que trataba la cuestión de “las mujeres en la cultura”, tuve la oportunidad de recordar algunos rasgos que pueden intentar diferenciar a hombres y mujeres, incluso si reconociera plenamente que no habría homogeneización de esos dos grupos. Me había referido a algunas de las contribuciones de Lacan, en particular al hecho de que las mujeres estarían menos inclinadas a agruparse detrás de una bandera fálica. Y sería para evitar hacer de “mujeres” un conjunto del que más bien habría hablado de lo femenino. Comprendí rápidamente que esta forma de decir sería incluso menos adecuada para aquellos y aquellas para los cuales hombres y mujeres debieran pensarse en su contribución a la cultura a partir de un ideal de paridad ¿Al hablar de lo femenino, no me arriesgaba a fijar una esencia sobre la que siempre se podía basar una desigualdad?
En ese momento, el hermoso libro de Gérard Pommier titulado Femenino, una revolución interminable, aún no había aparecido. Si lo hubiera hecho, me habría sentido más cómodo para mostrar que intentar decir qué era lo femenino no tenía el objetivo de discriminar a las mujeres. En el caso de Gerard, por el contrario, hay algo revolucionario en lo femenino.
Pero si queremos autorizarnos una vez más a tales preguntas, ¿somos audibles? El problema quizás es que los psicoanalistas, cuando realmente intentaron definir “masculino” y “femenino”, no pudieron dar como resultado ubicar un “ser hombre” más que un “ser mujer”. Y con respecto a esto, las primeras elaboraciones, la de Freud en particular que inscribe lo masculino en el lado de la actividad, y lo femenino en el lado de la pasividad, han a menudo desacreditado de antemano la continuación de nuestros intentos.
¿Debemos entonces rendirnos al espíritu de la época y renunciar a toda suposición de una diferencia? O deberíamos considerar que para cada época la constitución de las “dos clases” será estrictamente reducible al discurso performativo que asigna a los individuos identificados como biológicamente hombres ciertas normas de comportamiento, y para individuos identificados como mujeres otras normas muy diferentes. Y, por lo tanto, no tenderemos a considerar las diferencias cada vez menos importantes que de alguna manera serían artificiales.
Aquí es donde formularé lo que me parece importante, lo que me parece que no se debe ceder, y me arriesgo a hacerlo aunque tenga poco tiempo para demostrarlo. Me parece que, evidentemente, no tenemos que intentar formular lo que serían un “hombre” y una “mujer”. Estas definiciones fijas se prestarían a risa.
Pero incluso si no podemos explicar los términos de una diferencia, me parece que tenemos que mantener la idea. O más precisamente, es importante que los psicoanalistas den cuenta de una experiencia en la que la pregunta de esta diferencia es precisamente lo que, para cada uno, heterosexual u homosexual, los abre al deseo.
Esto me parece lo que escuchamos en nuestra práctica, pero me parece interesante verlo confirmado por un comentario de Judith Butler. Éste, en su libro, viene a hablar sobre las relaciones entre el “marimacho”, lesbianas con apariencia andrógina y la “femeninas”, lesbianas que mantienen un cierto número de códigos, de vestimenta, por ejemplo, de mujeres heterosexuales. Ahora esto lleva a Judith Butler a un comentario interesante. Cito “Como explicó una lesbiana femenina, a ella le gusta que sus boys sean girls, lo que significa que “ser una girl” pone en contexto y le da otro significado a la” masculinidad “de la identidad marimacho (…) Es precisamente esta yuxtaposición disonante y la tensión sexual que genera esta transgresión lo que constituye el objeto del deseo”. Lo que dice esta mujer me parece más cierto que lo que dicen, por ejemplo, las mujeres bisexuales que pretenden poder amar a hombres y mujeres exactamente de la misma manera porque los hombres y las mujeres, en el fondo, no serían diferentes. diferente. Una vez más, lo que permite el deseo es la diferencia, y es por eso que es importante que nosotros, psicoanalistas, no nos asociemos con un discurso que alinea continuamente la cuestión de la igualdad con la de la identidad.
*Roland Chemama es psicoanalista en parís, fue presidente de la asociación Lacanniene Internacional y de la Fondation européenne pour la psychanalyse
Ponencia presentada en el coloquio : “La lógica del sexo” organizada por la Fundación Europea para el Psicoanálisis 26 y 27 de Octubre de 2018 Florencia Italia .
Traducido para ALEF (Asociación Latinoamericana de Estudios Freudianos) por Lila Fabro